Archivos diarios: 11 septiembre, 2014
Un día, como tantos otros
Por Luis Ovalle
Se levantó temprano, como siempre; debía preparar la refacción de dos de sus hijos y darles de beber unos sorbos de café caliente, antes de que salieran a sus centros de estudios. Era un día atípico. Esta vez el dolor lumbar había vuelto. No podía enderezar su cuerpo a una posición totalmente vertical, y cuando lo hacía la sensación punzante llegaba hasta su cerebro y le provocaba nauseas.
Nunca se recriminaba haber sido madre soltera; al contrario, agradecía a Dios haberla bendecido con sus tres hijos, pero cada vez se sentía más cansada. Le preocupaba ver mermadas sus fuerzas y que ese jodido dolor se agudizara. Dejó sus pensamientos por un lado y continuó sus quehaceres cotidianos. Debía apurarse. En pocas horas saldría la segunda procesión de Cuaresma. Una muy buena época del año para obtener mejores ganancias de sus ventas.
Eran las 11 de la mañana cuando salió de su casa transformada. Cabello recogido en una redecilla; gorra roja, camisa polo, pantalón de lino y tenis blancos; empujaba rápidamente una carretilla.
Alcanzó la procesión a las 11.30; a una cuadra de distancia, que era lo más que le permitían acercarse y de inmediato se puso en lo suyo. Sacó la hielera donde llevaba una caja de helado de sabores; un ciento de pequeños conos y unas 50 bolsas de papalinas y plataninas. La emoción del momento y la alegría de obtener una mejor ganancia la hacían olvidar el dolor de cintura. Por la hora los helados eran los más solicitados. Dos quetzales no era caro por cada cono de dos sabores; la ganancia final tampoco era mucha. Si obtenía 70 quetzales sería feliz.
Cuando aquel niño lustrador de zapatos se le acercó con un quetzal en la mano y le dijo: “deme uno seño”, no se pudo negar. “También tu dinero vale, mijo”, pensó. Habría querido regalárselo pero también ella tenía necesidad.
A las 3 de la tarde ya se había acabado el helado. Las bolsitas iban despacio. Pidió pizza a consignación y le llevaron una bolsa térmica con cuatro extra grandes; por cada una le quedarían 10 quetzales de ganancia. “¡es un robo!”, se decía. Cada pizza era partida en 10 pedazos y debía vender a 10 quetzales cada uno. Pero ni modo. La venta era más lenta, pero segura. A las 6 de la tarde pidió otras cuatro.
A las 8 de la noche sentía desfallecer. Los pies le ardían demasiado. Quizá algunas ampollas se habrían reventado. Todavía le quedaba una pizza y tres pedazos. Logró vender la mayor parte en la siguiente hora. Su cuerpo no daba más.
Eran las 9 de la noche cuando entró a la pizzería a hacer números con el encargado. 45 quetzales de ganancia y cuatro pedazos a menor precio no era un buen negocio, pero era mejor que nada.
Inició el regreso hacia su casa. Sus músculos se enfriaron. Ahora sentía dolor en las piernas y los huesos. Sus pasos eran lentos e inseguros. Se percató que bajaba por una calle oscura y silenciosa hasta que vio a un hombre agazapado en la acera de enfrente. A unos 50 metros volvió a ver y se percató que el desconocido la seguía. Aligeró el paso, pero también el individuo hizo lo mismo. Sintió que sus piernas se aguadaban y al empujar con fuerza la carretilla y cayó de bruces sobre ella. Se levantó tan rápido como pudo y continúo su camino, con un dolor punzante en la espinilla.
Dobló casi corriendo sobre la 11 avenida y vio en la esquina del parque Colón una patrulla. El hombre, que estaba a punto de darle alcance, se dio cuenta de la situación y trató de hacer creer que hacía uso de un teléfono público. Los agentes la calmaron y detuvieron de forma preventiva al desconocido. Le dijeron que se fuera tranquila.
Nuevamente aceleró el paso, pero esta vez sintió el dolor más fuerte en la espinilla. Solo le faltaba una cuadra para llegar a su casa cuando empezó a llorar, como pequeña. Tomó fuerzas. Se limpió los ojos y llegó a su destino.
Había terminado un día más; muy parecido a otros.